Historias extraordinarias - Criticalia.com (2024)

En los años sesenta se pusieron de moda en Europa los films de “sketches”, que agrupaban varios episodios dirigidos por otros tantos directores. Así se hicieron, entre otros muchos, films como El amor a los veinte años (1962), de Truffaut, Rossellini, Ishihara y Ophüls, Las brujas (1967), de Visconti, Bolognini, Rosi, Pasolini y De Sica, Amor y rabia (1969), de Bellocchio, Bertolucci, Godard, Lizzani y Pasolini, y Los desafíos (1969), de Erice, Guerin y Egea. Como se ve, las cinematografías francesa e italiana fueron de las que más cultivaron este tipo de cine, que se apoyaba en temas atractivos y un tanto osados (para la época), con directores de prestigio y equipos actorales con varias estrellas de relumbrón.

El caso de esta Historias extraordinarias se ajusta perfectamente a ese esquema: se tomó a tres directores ya muy conocidos y famosos, Roger Vadim, más popular por sus mujeres (Bardot, Deneuve, Fonda...) que por su cine, que fue más bien inconsistente, aunque hay que reconocerle que fue un pionero en mostrar la sensualidad en la pantalla, con películas como Y Dios creó a la mujer (1956); Louis Malle, uno de los grandes del cine francés y mundial entre los años cincuenta y noventa; y Federico Fellini, convertido ya en un icono cultural, con un tipo de cine plenamente reconocible.

Las tres historias que se narran parten de otros tantos textos de Edgar Allan Poe. El primer episodio, dirigido por Roger Vadim, se titula Metzengerstein y se ambienta al final de la Edad Media, próximo ya el Renacimiento, con unos decorados y vestuario que recuerdan los cuentos de Boccaccio. En ese contexto conocemos a la condesa Metzengerstein, una aristócrata caprichosa y cruel, temida por sus vasallos, siempre en busca del placer fácil. Está enemistada con otra rama familiar, con su primo Wilhelm, que salva a la bella en una situación de grave aprieto; la condesa quiere entonces hacerlo suyo, pero el primo no accede y la mujer, rencorosa, hace que incendien los establos de su familiar, pereciendo el noble también en el fuego. Del recinto calcinado surge un corcel negro, por el que la dama concebirá lo más parecido al amor, a sabiendas de que es una transfiguración de su primo...

Lo cierto es que este primer episodio es, de lejos, el más endeble de los tres: y es que Vadim nunca fue un buen director; su “mérito” estuvo en saberse rodear de bellas mujeres a las que, es cierto, lanzó a la fama o las ayudó a ello, y en hacer un cine que excedía de las normas de censura de la época en los años cincuenta y primeros sesenta. Pero después como director fue siempre ramplón, previsible e impersonal. Así las cosas, la puesta en escena del episodio es meramente estándar, sin mayor relieve. Tampoco hay profundidad alguna en los personajes, no inspiran inquietud ni zozobra, como deberían, y el intento de hacer de la protagonista una amoral, con sus orgías de andar por casa (¡un tímido trío es lo más a lo que se atreven, y solo de forma sugerida!) resulta, desde la atalaya del siglo XXI, más bien patético. Además, desaprovecha Vadim el tema del corcel negro desaparecido del tapiz de la condesa a la vez que aparece desde las cenizas del establo de su primo, perdiendo así la baza de una misteriosa, fantástica transmutación.

La narración avanza a trompicones, solo gracias al narrador, no por la propia acción de la película, en la que todo es arbitrario, como el carácter de la dama, retratada aquí como el súmmum de todas las maldades y defectos de los que es capaz el ser humano: egoísta, odiosa, colérica, sádica... Adaptación un tanto pedestre, sin fuerza ni talento, aburrida, en una historia incoherentemente contada, desperdicia el relato, en una adaptación vulgar de un texto literario muy superior.

El segundo episodio se titula William Wilson, y está dirigido por Louis Malle. La historia, ambientada en el siglo XIX en Francia, se inicia con un hombre desencajado, el William Wilson del título, corriendo por las calles de una población. Cuando llega a una iglesia, pide imperiosamente ser confesado; cuando finalmente lo consigue, cuenta al cura su historia, desde niño, cuando en el colegio era el líder de los matones de la clase, hasta que ingresó en la institución un chico con su mismo nombre, que desde entonces aparece en su vida siempre que va a hacer algún mal, para evitarlo...

Malle, cineasta exquisito donde los haya, con fructífera carrera a ambos lados del océano Atlántico, cuando rodó su episodio de Historias extraordinarias tenía ya merecida fama por títulos como Ascensor para el cadalso (1958), Zazie en el metro (1960) y ¡Viva María! (1965). Con el episodio William Wilson afrontó el mito del “doppelgänger”, del doble, aunque dándole la vuelta: si históricamente ese doble era intrínsecamente malvado, como el mito de Jekyll y Hyde, aquí el doble que aparecerá constantemente en la vida de Wilson será precisamente la parte noble, sensata, honesta y generosa de la que carece el personaje, en un desdoblamiento que habla de la infinita lucha entre Bien y Mal, de la dualidad del ser humano, en el que permanentemente pugnan las más elevadas virtudes con las más bajas pulsiones. Aquí es llamativa la vena cruel, sádica, del protagonista, con escenas ciertamente sorprendentes que en su momento debieron llamar poderosamente la atención, como la seducción y (elíptica) violación de la chica a la que Wilson lleva a la clase de anatomía, o la subyugante partida de cartas que jugará contra el personaje de Bardot, con una sesión de azotes digna del manual del marqués de Sade, escenas en las que el ánimo cruel del protagonista, que se place con el dolor ajeno, nos da medida de su perfidia absoluta, como bondad total será la de ese doble que se intuye él mismo ha generado.

Estiloso, inteligentemente puesto en escena por un director para el que el cine carecía de secretos, tenemos para nosotros que este segundo segmento, William Wilson, es el mejor, con diferencia, de los tres que conforman el film.

El tercer “sketch” se titula Toby Dammit, y se ambienta en la Roma de los años sesenta, a donde llega el actor inglés que da nombre al episodio para rodar una película. Entre las condiciones que ha impuesto está el contar con un Ferrari descapotable, pero el coche se hace esperar. Entre tanto, se somete a una rueda de prensa que termina como el rosario de la aurora y se presta a una entrevista en televisión que también resulta bastante chocante. Finalmente llega el coche, y allá que se va el actor...

El problema de este episodio rodado por Fellini quizá sea que el cineasta de Rimini ya entonces era un poco prisionero de su propio mundo; queremos decir que ya había maravillado con películas como La strada (1954), La dolce vita (1960) y Fellini Ocho y Medio (1963), se había acuñado ya incluso el término “felliniano” para describir un tipo de cine barroquizante, estrafalario y sumamente creativo, y el segmento que le correspondió en el film no parecía encajar demasiado bien con sus obsesiones; en este caso se trata del diletantismo de un actor ya de vuelta de todo, en busca de sensaciones nuevas, aunque estas le puedan costar (aquí literalmente...) la cabeza.

Así las cosas, y ya que no en el tema, al menos Fellini pudo introducir asuntos más próximos a él, como un variopinto mundo cosmopolita y a la vez extravagante, con productores (que parecen curas...) que proponen historias estrafalarias como una vida de Cristo en clave de wéstern (que ya es imaginación...). El episodio está lleno de detalles fellinianos, especialmente en los decorados y en los personajes secundarios, con un estilo desmesurado que era, quizá, el que se esperaba ya entonces del director. El segmento del cineasta italiano resulta ser reiterativo e incluso aburrido, adjetivo este que difícilmente asociaríamos a Fellini, al margen de sus siempre brillantes ideas visuales.

En la interpretación, en el primer episodio apenas cabría citar a Jane Fonda: aunque su personaje es de cartón-piedra, está mejor que su hermano, Peter Fonda, que siempre fue un auténtico “palo”; en el segundo Alain Delon está muy bien como el sádico que se encontró, literalmente, la horma de su zapato en alguien exactamente igual que él; y en el tercero Terence Stamp parece quizá autointerpretarse...

Estamos entonces ante un film de episodios que, como casi todos los de su corte, resulta irregular, con un segmento malo (el de Vadim), uno muy bueno (el de Malle) y uno interesante sin más (el de Fellini).

(15-12-2020)

Historias extraordinarias - Criticalia.com (2024)
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